Reflexiones
sobre marxismo y cristianismo
Jon E. Illescas (Jon Juanma)*
El
27 de abril de 1937, en Roma, se apagó la llama de uno de los marxistas más
lúcidos del siglo XX. El que fuera máximo responsable del Partido Comunista de
Italia abandonó este a veces árido e ingrato mundo, después de una década de
reclusión en las cárceles de Mussolini. Sin embargo, pese a su partida, nos
dejó una serie de reflexiones políticas de incalculable valor que todavía nos
pueden iluminar en la oscuridad de nuestro planeta. El conjunto de apuntes y
reflexiones que escribió durante el tiempo en que fue preso del fascismo se
conocen como los Cuadernos de las Cárcel,
obra magna del pensamiento político contemporáneo.
Antonio
Gramsci fue un dirigente comunista atípico. En primer lugar porque aunque era
fiel al principio del marxismo por el cual la estructura de la sociedad está
determinada por su base económica (esto es, fuertemente condicionada por el
conjunto de las relaciones de producción en diálogo con las fuerzas
productivas), también fue uno de los primeros en otorgarle gran importancia al
estudio de la cultura como retroalimentación necesaria de aquella. Y en segundo
lugar porque dentro de la cultura prestó mucha atención a la religión cristiana,
tanto en su vertiente católica como protestante. Lo que para la mayoría de los
marxistas era simplemente parte del conjunto de la superestructura, que se
derrumbaría con el fin del capitalismo, para Gramsci era un fenómeno más
complejo del cual se podía aprender para construir una sociedad donde los ser
humanos no explotaran a sus iguales.
Esto
era así porque Gramsci, pese a su ateísmo, entendía que para construir una
sociedad sin clases no bastaba con colectivizar la economía. El movimiento
comunista necesitaría no sólo un programa económico con el que superar el
régimen social basado en la propiedad privada de los medios de producción y el
trabajo asalariado, sino que también precisaría de una reforma moral e intelectual.
Con ella, la clase obrera podría crear una cultura contrahegemónica a la burguesa
dominante y así guiar al resto de sectores populares hacia la toma del poder. Una
vez en él la nueva cultura se convertiría en hegemónica y la sociedad civil se transformaría
paulatinamente en un organismo autorregulado donde la coerción estatal fuera crecientemente
innecesaria. Gramsci pensaba que esta cultura liberadora sería el materialismo
histórico, también designado como filosofía de la praxis.
El
cristianismo emancipatorio, comprometido con la realidad y la lucha contra las
injusticias de su tiempo, puede aprender mucho de las reflexiones gramscianas.
Puede y debe ser parte de esta reforma moral e intelectual que lleve a la
sociedad a desprenderse de las opresivas cadenas del capitalismo. Un sistema
social internacional que con su búsqueda incesante de beneficios produce en los
sujetos una cultura individualista, consumista y posesiva que corroe las
posibilidades de una vida cristiana.
Sin
embargo, pese a sus lúcidas reflexiones, Gramsci no sólo estaba preso por los barrotes de la
cárcel sino también por ciertas rígidas concepciones de la III Internacional.
Por esa razón, aunque organizativamente observaba a la religión como un modelo
del que aprender para popularizar la nueva cultura, la seguía caracterizando
como un obstáculo para la emancipación humana. Así partiendo de Gramsci,
debemos ir más allá de sus limitaciones, y entender que en realidad, los
cristianos pueden aprender mucho de la crítica marxista al capitalismo y los
marxistas (y otros anticapitalistas) deben aprender mucho de la genuina praxis
cristiana si quieren conocer alguna vez el socialismo. Porque como decía
Machado “se hace camino al andar”. Sólo construiremos una nueva y más
evolucionada sociedad si comenzamos a cimentarla desde nuestro día a día y no cuando
alcancemos el poder. Porque si dejamos esa titánica tarea para después, no
habrá cimientos que tras su conquista puedan sostenerla. Para que perdure se
precisa de nuevos hombres y mujeres, con nuevas formas de sentir.
Aquí
es donde el cristianismo coherente puede iluminar la senda revolucionaria,
desde el amor, la solidaridad y la humildad que guio a Jesús de Nazaret en su
praxis liberadora. Su pasión por la verdad y la justicia, su compromiso por la
transparencia en el camino, pueden ser un potente antídoto contra la miseria
del realismo político que con cinismo posterga la revolución hacia un mañana
que no arriba, mientras en las distancias cortas se ufana por conseguir
espacios de poder envenenados con la lógica del adversario. Así, dinamitando su
moral, con el conocido mantra que reza que el fin justifica los medios, los
anticapitalistas destruyen fatalmente la sociedad que pretenden construir desde
la misma travesía. No hay nada más marxista que entender los peligros de esta
dialéctica negativa, no hay nada más cristiano que ofrecer las herramientas
para superarla.
* Jon Juanma es el
seudónimo artístico de Jon E. Illescas Martínez, licenciado en Bellas Artes y
Doctor en Sociología y Comunicación.
Correo: jonjuanma@gmail.com
Este artículo fue
originalmente escrito para entreParéntesis
a finales de abril de 2014. Tiene licencia internacional Creative Commons 4.0
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